Colaboraciones

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La última odisea espacial de Arthur C. Clarke
La última odisea espacial de Arthur C. Clarke

El mundo actual de las telecomunicaciones inalámbricas no sería posible sin la infraestructura de los satélites artificiales que giran alrededor de la tierra. De la misma forma, la aldea global en la que hoy estamos inmersos simplemente no existiría.
El mundo actual de las telecomunicaciones inalámbricas no sería posible sin la infraestructura de los satélites artificiales que giran alrededor de la tierra. De la misma forma, la aldea global en la que hoy estamos inmersos simplemente no existiría.

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El escritor inglés Arthur C. Clarke, uno de los principales iconos de la ciencia ficción (junto con Isaac Asimov, también uno de los personajes que más influyó en el auge de la divulgación de los desarrollos tecnológicos de la humanidad), murió el miércoles 19 de marzo de 2008, a la edad de 90 años, en Colombo, Sri Lanka, su país adoptivo desde 1956.

Stanley Kubrick reconoció en el cuento "El centinela", de Clarke, una de las vetas que más han enriquecido a la ciencia ficción. Este cuento dio la pauta para que juntos, Kubrick y Clarke, elaboraran el guion de la paradigmática película 2001: Odisea del espacio. Esta obra cinematográfica de 1968, además de haber sido premiada con el Oscar, potenció la imaginación de los espectadores para vislumbrar las posibilidades de los avances científicos y tecnológicos. Con esta película, Kubrick mostró la eventual posibilidad de convertir en realidad la pesadilla del conflicto que puede surgir a raíz de la confrontación entre la computadora y su creador, el ser humano.

Arthur C. Clarke no sólo se dedicó a la literatura de ciencia ficción, también fue un reconocido inventor. En esa faceta publicó, en 1946, su artículo técnico Extra-terrestrial Relays, en el cual concibió el satélite geoestacionario, sin duda una de las grandes contribuciones al desarrollo de las redes de satélites de comunicaciones. En las conclusiones del artículo referido, Clarke esbozó también los requerimientos técnicos del proyectil o cohete que debe poner en órbita los satélites geoestacionarios. La importancia de esta contribución se refleja en el hecho de que la órbita geoestacionaria en que giran estos satélites es conocida como la órbita Clarke.

Evidentemente, el mundo actual de las telecomunicaciones inalámbricas no sería posible sin la infraestructura de los satélites artificiales que giran alrededor de la tierra. De la misma forma, la aldea global en la que hoy estamos inmersos simplemente no existiría.

Al igual que lo que sucedió con algunos inventos que Julio Verne vislumbró, muchas de las visiones de Arthur C. Clarke se han vuelto realidad. Ejemplo de éstas son la red mundial de computadoras, conocida como la Internet y los viajes espaciales. Muchas otras ideas que Clarke concibió sólo esperan que el tiempo las convierta en realidad, por fantásticas que parezcan algunas de ellas, como es la posibilidad de ampliar la capacidad y funciones del cerebro con extensiones tecnológicas de los desarrollos de la informática y la inteligencia artificial, o como es su bosquejo de elevador espacial, para conectar directamente a la tierra con estaciones espaciales. Esta última idea se ha estado trabajando con seriedad durante los años recientes en diversos países. Los nanotubos de carbono, los materiales que se requieren para su fabricación, tienen posibilidades de lograrse en un futuro no muy lejano, tal vez algunas décadas, gracias a los avances de la nanotecnología. Entonces se podrá alcanzar la órbita terrestre sin necesidad de utilizar un cohete o transbordador espacial.

Arthur C. Clarke plasmó su fe en la ciencia y la tecnología en sus tres famosas leyes: 1. Cuando un anciano y distinguido científico afirma que algo es posible, probablemente está en lo correcto. Cuando afirma que algo es imposible, probablemente está equivocado; 2. La única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse hacia lo imposible; 3. Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.

No obstante su declarado ateísmo, Clarke conservó su fe y optimismo en el progreso de la ciencia a favor de la humanidad y hasta el último momento confió su futuro transterrenal a la tecnología. Es así que en las instrucciones que dejó para su muerte, además de indicar que su funeral fuera un acto estrictamente laico, previó los arreglos necesarios para que una muestra de su ADN viajara, en algún momento, al espacio sideral en busca de lo que en la tierra no pudo ver: vida extraterrestre. Tal vez en esa odisea logre, como uno de los protagonistas de sus historias, transfigurarse en una nueva manifestación de vida, en que la guerra no sea una constante de la cotidianeidad.


Por:
Francisco Javier González Quiñones, fjgq@ineel.mx